Hoy es uno de esos días, en que no ha
parado de llover.
Agazapado en la rama de un árbol, con el corazón
encogido,
con el intestino atascado y las manos
tensas, sudorosas,
temo que el ruido del hambre que amenaza
mi estómago,
incontrolable, desvele mi paradero a los
hombres armados,
que deambulan por debajo del árbol, entre
la maleza,
intentando matarme.
Dos horas.
En este día lluvioso del mes de abril, el
agua cae por mis mejillas,
no dejándome saber si son gotas de lluvia,
o lágrimas de mis ojos.
Quizá sea mejor así.
Me alegro de que mi intestino esté tan asustado
como yo.
Agazapado en la rama de un árbol, temiendo
por mi vida,
no es momento para necesidades básicas.
Siempre pensé que el miedo surtía el
efecto contrario.
Me alegra saber que no es así.
Cuatro horas.
Las horas pasan y les veo pasar, en diferentes
grupos, armados.
Hasta ahora han sido tres grupos; el
primero de cinco hombres,
el segundo de siete, el tercero, -más
numeroso-, de once.
En total conocía a cuatro de esos tipos,
son gente del pueblo.
Me sorprende verme ahora huyendo de ellos.
Me sorprende que yo, un muchacho de apenas
dieciocho años,
esté en su punto de mira.
Qué he hecho yo?
Es posible que alguna vez, robara bananas
de algún vecino.
Pero no creo que ese sea el motivo para
mis actuales circunstancias.
Ninguno de los hombres me ha visto, a
pesar de los ruidos,
que a mí me parecen atronadores, de mi estómago.
Me fijo en las huellas que sus chancletas
o sus botas de goma,
dejan en el barro. El dibujo se queda en
la arcilla del suelo,
hasta horas después de que se hayan ido.
Seis horas.
El agua va borrando las huellas, observo
las gotas que caen,
y no sé si es la lluvia, o las lágrimas de
mis ojos,
pero me da igual.
Me gusta que no quede rastro.
Como si nada de esto estuviera sucediendo.
Hoy es uno de esos días, en el que los espíritus
solo auguran malos presagios.
Mis piernas están en tensión, mis brazos están
en tensión,
todo mi cuerpo y mi mente están en tensión.
Mis ojos están abiertos de par en par,
pero mi cabeza no puede pensar.
Lo intento, pero no puedo pensar.
Me duermo…
No! No te duermas!
Te puedes caer del árbol, y entonces sí
que eres presa fácil.
De pronto, las imágenes de mi madre y mi
hermana gritando
vienen, como un huracán, a mi cabeza.
Sus cuerpos cayendo al suelo.
El suelo, tan verde, en el mes de abril, tiñéndose
de rojo.
La sangre es tan roja que es casi
brillante.
Nunca había visto tanta sangre. Nunca me había
percatado,
hasta ahora, de lo roja que era.
Las gotas caen y esta vez sí, estoy
seguro, de que son lágrimas de mis ojos.
Ocho horas.
Oigo una radio, -otro grupo se acerca-,
los mensajes están llenos de odio.
La locutora dice que soy una cucaracha, y
que merezco la muerte.
Reconozco al grupo, son los que han
entrado en mi casa esta mañana.
Los que han matado a mi madre y a mi hermana,
mientras yo corría.
Están buscándome.
Uno de ellos mira hacia arriba.
Me ha visto, es el fin.
Diez horas.
Estoy de rodillas en el suelo, cuatro
hombres me rodean.
Conozco a uno de ellos, le conozco desde
que era un crío, es mi vecino.
Tiene un hijo de mi edad, jugábamos juntos
cuando éramos pequeños,
porque su balón de fútbol, hecho con telas
y cuerda, era mejor que el mío.
Después, yo fui a la escuela y él al
internado, y perdimos el contacto.
Pero me caía bien…
El asesino de mi madre, con sus ojos llenos
de odio,
le da el machete a mi vecino.
El asesino de mi hermana, impávido,
observa la escena.
Desde que me han bajado del árbol hasta
ahora,
no han parado de insultarme y de darme
golpes y patadas
en el cuerpo, mi cuerpo, entumecido, por
el frío, y por la lluvia.
Mi vecino me mira a los ojos, en su expresión
veo mi expresión.
Miedo.
Pavor.
Terror.
Ambos sentimos lo mismo.
Yo, por lo que va a ocurrirme.
El, por lo que va a hacer.
En sus ojos veo algo que parece una
disculpa.
No lo quiere hacer.
Pero lo va a hacer igualmente.
Doce horas.
El agua golpea el suelo, y de nuevo, con
certeza, sé que son lágrimas de mis ojos.
Siento el machete cortando el aire a toda
velocidad, hacia mi cuello.
Siento miedo y de pronto, ya no siento
nada.
Hoy es uno de esos días que debía haber
desaparecido del calendario.