lunes, 9 de junio de 2014

Hasta la Victoria, siempre...




Cuando vives con una persona a la que quieres, todo se llena de cotidianidad. Le quieres, por supuesto, eso está fuera de toda duda. Pero además de con el amor que le profesas, vives con las cosas que te irritan, con los hábitos y manías que no compartes, con cierto grado de testarudez y con una serie de aspectos de la jornada ordinaria que no son nada atrayentes para ti. También indudablemente, puedes disfrutar intensamente de los buenos momentos, de los que te acercan, de los que te hacen querer más y más. Todo es real, para lo bueno y para lo malo.

En la distancia todo el aspecto de cotidianidad se diluye. Tengo que hacer esfuerzos para recordarlo. Solo queda una especie de idea etérea, flotante, idealizada de la persona y de los motivos que te llevan a quererla y a admirarla. Es como si la relación se congelase, no avanza, ni para bien ni para mal; es una idea de una persona que no se mueve, que no evoluciona, que no cambia de opinión. Como si las personas fueran objetos de museo. La persona no cambia, no envejece, no pierde la memoria, ni los papeles, no tiene manías ni despistes, es una copia exacta en carne y hueso de la imagen de tu memoria.

Esto me ocurre con todas las personas a las que quiero. Pero sobre todo con mi familia, con mis padres, y especialmente con mi madre. Supongo que porque es mi referente femenino; quien me ha enseñado como ser una mujer en este mundo. Ella es en general alguien a quien siempre he admirado, pero desde que solo la veo dos veces al año, es la máxima idealización de mi mente. Ahora mismo, en mi mente, mi madre es prácticamente perfecta. Creo que no sabe volar y que no es alquimista, pero esas son probablemente las dos únicas cosas que no puede hacer. Por todo lo demás, encarna la perfección.

Creo que la cotidianidad, el hábito, y ahora para mí, la distancia, hacen que no digamos suficientemente a las personas que queremos, que les queremos. Este post es para solucionar eso. A mis padres, gracias por enseñarme a trabajar duro, a pensar en el futuro, a luchar por lo que quiero, a hacerme valer, a solucionar mis propios problemas, el gusto por la lectura, y por el estudio, por los idiomas, a ser cauta, y a no tener miedo. Por no cejar cuando me podía la vagancia o no entendía que fueran tan pesados o tan estrictos; o cuando ellos, no entendían que el dichoso cálculo mental no era, simplemente, para mí. A mi padre, por hacerlo queriendo que trabajase en algo que me gustara y que pudiera ser feliz. Si soy feliz, es en gran parte porque me diste las herramientas para ello. A mi madre por hacerlo queriendo que yo fuese una mujer independiente y resuelta. Si el mundo me gusta, es en gran parte porque tú estás en él. Llego a casa en 10 días. Tengo muchas ganas de veros.

3 comentarios:

  1. Qué bonito Paloma, es increíble cuánto podemos quererlas, siento exactamente lo mismo que tú. Y lo mejor es que ahora, cuando he tenido a Alexander, he entendido por qué y cómo se va forjando ese vínculo tan fuerte. Disfruta mucho de tus padres, que en nada les llenarás de alegría!

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  2. Supongo que si un día tengo hijos, las cosas cobraran otro sentido...besitos a Alexander, y a ti.

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